Te cuento: El día de mentira.
Pareció mentira desde el momento en que despertamos y no estaba. Se había ido quién sabe en qué momento de la noche en un arrebato silencioso e inesperado, y apenas fue perceptible por la mañana al tropezar con la imposibilidad de tostar pan.
También
pareció mentira cuando las noticias hablaban de que no sólo se había ido de
allí, sino también de todo el país así como de otros tres países más. Entonces,
la huida nocturna cobró sentido de huelga, de abandono general. Estaba nublado.
Los semáforos apagados y las luces de los autos encendidas confundían hasta a
las palomas.
Sin embargo, todo siguió su curso de domingo, se prendieron los fuegos del asado, se cebaron mates; los creyentes fueron a misa y escucharon la Palabra en tinieblas. Se leyó y releyó la noticia del absurdo, como una broma de mal gusto, como un sueño vívido que aún no termina. Y todavía nos reíamos de la aventura de pasar una mañana entera sin ella.
Pareció
mentira también que, para el mediodía, ya se había fugado también la
posibilidad de leer la noticia. Ya nada funcionaba, excepto las conversaciones
y los juegos de mesa. Cuando le dije no me respondiste, te mandé un mensaje
para que invites también a tus padres a almorzar, y me dijo, cómo te voy a
responder si los mensajes ya no saben cómo llegar. Y no hubo más que volver a
la comunicación elemental, ir donde la otra persona y decirle las cosas en la
cara sin intermedio que valga.
Pareció mentira cuando, en lugar de el resplandor dorado que esperábamos, nos despertamos de la siesta con un atardecer oscuro y la primera certeza del día, que se había marchado para no volver. Tanto que la idea de dejar los autos en el taller era exagerada y sensata al mismo tiempo, porque nunca falta quien se aprovecha hasta de la opacidad ajena. Y entre el edulcorante de los mates en la vereda y la amargura del desamparo, no quedaba más que contemplar la posibilidad del apocalipsis, pero sin siquiera música de fondo que no sean los acordes de alguna guitarra oportuna o un tango en silbidos como en las viejas épocas.
Fue en eso, en
la desidia, sentados afuera y pensando cómo se trabajaría en el primer lunes
prehistórico del siglo, en que lo vimos pasar. En principio, entre tanto
absurdo, no llamó demasiado la atención, pero en el silencio del apagón, su
risa y sus gritos cayeron del cielo como truenos. Cruzó el horizonte y nos
regaló una distracción, algo en lo que ni la lluvia había contribuido. Lo
vimos, pasmados, como se mira a una estrella fugaz, consultando con la mirada
si alguien más sentía el incontenible impulso de pedir un deseo. Algún loquito,
me dijo, y me pasó un mate. Todos teníamos opiniones al respecto; se decía que
era un manifestante por la paz; se decía que era un borracho de año nuevo que
había llegado a junio sin darse cuenta; se decía que era un ciudadano de la
Luna en plena mudanza; se decía que era el Mesías; se decía que era un simbolismo de lo efímera que es la vida; se decía que era un piquete en espacio aéreo en reclamo
de un aumento de sueldo que, como él alcanzó el cielo, alcance finalmente la
maldita y eterna inflación. Se decían y se dijeron tantas cosas que no supimos
ver la más obvia, que era una persona volando en paracaídas, feliz a pesar de
que las heladeras no estuvieran funcionando.
Finalmente,
pareció mentira cuando todo se volvió a encender en otro arrebato, cuando vi tanta claridad que pensé,
estamos como los ciegos de Saramago. Pareció mentira que hubo un día entero sin
programas de televisión, ni videos de perros en la nieve, ni publicidades cada
minuto y medio de canción, ni conocimiento sobre qué estaba pasando con los vecinos de la otra cuadra; y mucho menos con el
resto del mundo.
Pareció mentira cuando todo volvió a la normalidad, y cada uno volvió a su pequeño mundo rectangular como si nada hubiera pasado, pensando de nuevo en dígitos en lugar de palabras, en filtros en lugar de miradas, en la hiperrealidad en lugar de la realidad que es más realidad que la realidad misma.
Y por sobre todo, pareció mentira, más allá del trastorno de la electricidad, porque nunca supimos qué pasó con el hombre del parapente, ni cómo, ni dónde, ni por qué.
La Maga.
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