Te cuento: Como si supiera.
Qué te voy a contar. Estaba ahí. Siempre estuvo ahí. Estaba ahí desde antes de que nadie se percatara de nada. Qué sé yo. Un elefante adentro de una serpiente. Un paraíso arquitectónico en medio de la ciudad. Tres palabras sensatas y absurdas a la vez: no lo vimos.
Esperá, empecemos por el empiezo. Nos levantamos como todos los martes a la hora lila. Ya sabés, la hora en la que ni amaneció, pero los martes trabajamos. Tomamos como todos los martes el café edulcorado. Nos cambiamos de ropa, de calabazas a personas civilizadas, nos fuimos cada uno a lo suyo. Puede argumentarse que era demasiado temprano como para razonar algo concreto, bien podría haberse fundido algún aspecto de los sueños con la rutina. En pocas palabras, no lo vimos, y si lo vimos, no lo registramos. Un coso blanco en el medio del patio, nada que nadie haya soñado en alguna noche de resaca. Qué sé yo.
Decía,
nos fuimos cada uno a lo suyo, aunque yo no tenía mucho que hacer con la escuela vacía, y él no tenía nada que hacer desde que el mar retrocedió. El barco le quedó a kilómetros del mar encallado en esa fosa oscura de esqueletos, graffities y bocetos sin cuadro. Qué cosa el mar, cuántos mundos cubrirá y nunca sabremos. Bueno, acá cubría todo eso, y ahora nos queda el vacío. Qué cosa el mar. Nunca esperamos en una playa artificial una reacción tan genuina de su parte. Irse, sin más.
Nos fuimos cada uno a lo suyo, y a la tarde volvimos cada uno a lo nuestro, y ahí encontré a todo el mundo hablando con todo el mundo. Pensé que soñaba y no lo sabía. Él nunca hablaba con todo el mundo; y menos todo el mundo hablaba con él. Y en aquel desparramo, como quien no quiere la cosa, vi el unicornio blanco, pero como se ve una iglesia en una campana. Lo que te digo, pensé que soñaba y no lo sabía. Pero, después de dos cervezas, el asado, las fotos, los noticieros locales y las historias de fantasmas en el fogón, seguía ahí. Nos miraba como si supiera. En un momento, empecé a imaginar qué pasaría si todo eso fuera real. Y entonces, le comento a la señora de en frente, se imagina, señora, qué pasaría si todo esto fuera real. Estás borracha, no te hace bien el encierro, me dijo, todo es ridículo y, por eso mismo, es sabido, se sabe, es real.
Después, le seguí el juego y nos pusimos a imaginar que tal vez el unicornio hubiera venido por el arcoíris que le destiñó el blanco al cristal de la claraboya de la sala de estar. Quedaba tan linda blanca, y ahora quedó plagada de colores, vio usted. O porque los chinos finalmente nos estuvieran arrojando bombas alucinógenas invisibles, insonoras, inmediatas. O porque a algún vecino extravagante y pudiente se le hubiera escapado la mascota, y pronto fuera a ser asesinado por alguna mafia de mercados negros unicornianos. Uno nunca sabe. Las brujas no existen, pero.
No sabemos qué comen los unicornios, pero todas las tardes le dejamos algunos chocolates con arroz que nos sobra del mediodía y agua limpia. Y ahí está, en el patio. Nos mira como si supiera. Qué te voy a contar. Estaba ahí. Siempre estuvo ahí. Estaba ahí desde antes de que nadie se percatara de nada. Qué sé yo. Un elefante adentro de una serpiente. Un paraíso arquitectónico en medio de la ciudad. Como todo lo que debería llamar intensamente la atención,
no lo vimos. Como al mar escapando. No lo vimos. Y, aunque ya no sé ni dónde pellizcarme; aunque me digan que la cuarentena, los delfines en Venecia, los androides y las estadísticas son reales, no consigo que nada me despierte.
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