Te cuento: La Matilde.


 Todavía recuerdo el día en que llegué por primera vez a la estancia. Un sábado de trinos y brisas, un recorrido de varios movimientos, traqueteos de ruedas sobre un sendero de piedra. Risas lejanas, risas vacías. Voces cansadas, voces imperativas. Cuestiones así.

Cuestiones así lo atravesaban todo, lo atravesaron todo siempre, desde que llegué, y era tal el lujo que primero temí ser menos, pero luego descubrí ser más, más acorde al entorno de lo que había imaginado, más parte del sueño que de la rutina; y, por eso mismo también, me descubrí más veces en soledad que en sutil compañía. Al menos, al principio fue así, un juego de silencios y voces lejanas. Un intercambio de miradas en el espejo reluciente y vacío. Atestiguar involuntariamente alguna indiscreción que pretendía ser discreta, de la que nada jamás se sabría. Secretos ocultos en el silencio. Más silencio, más voces lejanas, y por la noche, en azul oscuro, dejaba escapar una nota. Tal vez interiormente sabía que nadie la escucharía. Tal vez por dentro quería que alguien la escuchara. Qué ruido es música, qué música es música, cuando nadie oye.

Todo eso fue tiempo hasta que la familia llegó. Hubo, un día, un revuelo sin precedentes de mucamos y jardineras del que pude rescatar poco más que el compás de la marcha, pocas palabras que no fueran imperativos o que fueran a trascender. Fue todo lejano y absurdo, fue todo movimiento lejano, y fusas y semifusas lejanas, hasta que me descubrieron. Paseó toda la familia por la sala como si todo lo miraran, pero sin mostrar el alma. Los adultos pasaron primero, eran hombre y mujer, con su debido protocolo y sus debidos rosarios, pero sin un rastro de sentimiento; luego, dos niñas: una mayor, indiferente a todo excepto a su libro; otra menor, atenta a todo excepto a su familia. Finalmente, un niño. Todos le llamaban así, niño, y fue quien primero notó mi presencia. El Niño se sentó frente a mí. Me observó sin pestañear; mejor diría si dijera que me contempló sin pestañear. Me rozó con la yema de sus dedos y sonrió. Le brillaba la mirada, le sonreían los ojos. Le devolví la sonrisa y comenzó la conversación. Pasó el tiempo, horas, supongo, pero no sabría decir, poco sé de medir el tiempo de la eternidad. Lo imagino por la expresión de su madre cuando volvió a la sala por él. Te busqué por toda la casa, le dijo. Pensé que estarías jugando con la pelota o con los autos, no estabas en ningún sitio. Cómo puede ser, dónde estabas. Conversando, le respondió el Niño, y se me escapó la risa en un Sí.

Se volvió un buen hábito de las tardes de calor, que empezó sin querer y se desarrolló hasta el ridículo, en el mejor sentido de la palabra. Pocas veces la espera fue en vano, pocas veces no llegaba, y pocas veces se repitió la escena de la búsqueda interminable. Es que, a su pesar, a pesar de insistirle en la pelota y en los autos, su madre ya sabía dónde encontrarlo y haciendo qué. Conversando. Y las conversaciones se me hacían imperdibles, inexplicables, valiosas como pocas cosas en tal estancia, de tanto brillo. Son cosas, sospecho, que su familia jamás entendería, una sensibilidad que jamás tendrían, un idioma que jamás aprenderían, evidente y sencillo. Su hermana, aún más pequeña, no sabía cómo comunicarse conmigo, aunque lo intentara; su hermana mayor, quien todos suponían sería mi mejor amiga, me era indiferente a más no poder. Sólo él se volvía más amable en cada conversación, su voz más sabia, su oído más atento, y todo era un sinfín de mensajes hasta que se hacía la noche. Y entonces, más silencio, más voces lejanas. Y entonces, en azul oscuro, dejaba escapar una nota. Tal vez anteriormente sabía que nadie la escucharía. Tal vez por dentro sabía que alguien la escuchaba. Porque cualquier ruido es música, cualquier música es música, cuando hay alguien que quiere oír.

Todo eso fue tiempo de conocernos y reconocernos, y llevó tiempo, más tiempo de lo que cabría esperar. Comenzaron y terminaron veranos de un compás, comenzaron y terminaron inviernos infinitos. Y aunque el primer otoño sufrí (y el primer invierno, y la primera primavera) por no tener quien comprendiera mi idioma, la experiencia me enseñó que, cuando el azul oscuro duraba apenas dos movimientos, el Niño volvía para comprenderme de nuevo por otra temporada. Hubo una vez en la que el Niño volvió, pero sin padres ni hermanas. Volvió solo y sin luz, y pasó así varios veranos. Me contaba cuentos de puertas cerradas, gritos y destierro, y yo sufría con él y le hacía compañía, hasta que se hacía la noche. Cuando todo era silencio, no había voces lejanas. Y entonces, en azul oscuro, dejaba escapar una nota. Tal vez interiormente pensaba que nadie la escucharía. Tal vez por dentro esperaba que él la escuche. Que el ruido le sea música, que la música le sea música, cuando la escuche.

Hubo una vez en la que el Niño volvió con alguien. De hecho, fue la última vez que lo vi llegar, porque nunca más se fue.  Volvió con un hombre de ojos tristes y voz amable, un hombre al que no había visto antes. Volvió con su compañía, y pasó así varios veranos. Me contaba sueños de encuentros, de pasiones y de oportunidades, y yo me entusiasmaba con él y le hacía compañía. En un principio, me pregunté qué haría su acompañante en esos momentos de conversación cifrada; después, descubrí que seguramente habría aprendido a contemplar, que sabía contemplar y sabía disfrutar. No supe ni sé si comprendía el idioma, pero sí pude ver que lo sentía, que lo apreciaba, y dejaba que el diálogo fluya sin prisas ni pausas, y yo reía con ellos y les hacía compañía, hasta que se hacía la noche. Hasta que se hicieron las mil y una noches. Y entonces, en azul oscuro, les regalaba silencio. Y, sin embargo, sentí de a poco que entre tanta felicidad algo le hacía falta. Lo notaba cuando el Niño venía solo, en azul oscuro y sin invocar a la electricidad, y me contaba tangos de reencuentro, de abrazos y de todo lo que quería y no podía ser; de pérdida y de melancolía, y yo lloraba con él y le hacía compañía. Qué ruido es música, qué música es música, cuando algunas noches el alma cicatriza y otras noches el alma sangra.

Todo eso fue tiempo hasta que llegaron nuevamente las hermanas. Dos señoras a quienes no hubiera reconocido de no haber percibido las pulsaciones del Niño devolviéndole color a sus mejillas. El Niño las abrazaba, y lloraba lágrimas de alivio; y su acompañante se acercaba tímido a recibirlas. Volvieron todos a la vida, y pasaron así varias noches. Y sonreían en recuerdos, y lloraban en años perdidos. Sus conversaciones me eran ajenas, pero me acompañaban hasta el azul oscuro, porque los sentía tan felices y tan plenos que no apagaban las luces ni soñaban ni dejaban de soñar para recuperar el tiempo perdido. No había ni se podía esperar ningún tipo de silencio, las voces se amontonaban en la sala y los pasillos. Y entonces, en azul oscuro, guardé silencio, porque su ruido era música de carcajadas y reconciliación para quien la escuchara.

Hubo una vez en la que el Niño, sin irse, no volvió. Vi pasar un manto y oí lágrimas, pero no volví a verlo ni tuve oportunidad de una última conversación. Me cubrió una sábana vacía y ausente, y no se supo más nada. Todo fue oscuridad, excepto por el viento, los rayos furtivos del sol, las sombras de la luna. Todo fue silencio, excepto por el viento, la canción de los pájaros y algún que otro intento de abrir las puertas sin tener la llave. Y entonces, en azul oscuro, dejé escapar una nota. No cabía duda, nadie escucharía como él; nadie conversaría conmigo como él. Estaba en soledad. Quedaba la fe en que el Niño se había ido habiendo encontrado felicidad y habiéndome hecho feliz.
Y entonces, en azul oscuro, dejé escapar dos notas, y cinco. Y aprendí, así, a conversar conmigo. Al fin y al cabo, qué más queda por hacer para un piano de cola en una estancia abandonada. Tal vez interiormente sabía que nadie me escucharía. Tal vez por dentro quería que alguien me escuchara. A veces, me duele la humedad en los huesos; a veces, la madera cruje; a veces, se desafinan mis cuerdas. Pero hoy sé que mi ruido es música, sé que mi música es música, porque él la escuchaba; porque la escucho yo.


La Maga.


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