Te cuento: Rojo Oscuro.
Un árbol con hojas rojas. Rojas como sangre coagulada. Rojo oscuro. Cuando una persona es decapitada, la sangre deja de correr, ese rojo. Un árbol con hojas rojas contra un cielo de nubes azules, como los dedos de un cadáver. Esos dedos que ya no se mueven, se enfrían, se endurecen, ese azul. Azul así, nublado así, pero sin tormenta. El asfalto húmedo, el horizonte perdido, todo eso veo primero.
Pero ningún vestigio de otoño, ni hojas agonizantes, ni una sombra de frío, nada. Listo, Tomi, vamos, dice una mujer sonriente y poco atractiva, lleva puesta cualquier ropa y gracias si se peinó, pero incluso peinada no hubiera llamado la atención de nadie. Dale, subite al auto que se hace tarde. En el reflejo de la ventanilla, me contempla un nene morocho con ojos marrones, disfrazado de Freddy Kruger. Tomi, vengo siendo, y estoy yendo a alguna fiesta de disfraces de Halloween, pero por ahora el único disfrazado soy yo. Estás bien, me pregunta un tipo gordo transpirado, sos muy petiso para ser Freddy. Se ríe. Eso no quita que te pueda destripar en diez minutos o menos, si querés, probamos. No. Lo pienso, no lo digo. Debería haber más inocencia en mi expresión.
El auto recorre calles desiertas, cielos oscuros, casas limpias, no veo decoración, no veo fantasmas ni zombies, ningún tipo de amenaza, ni caramelos tampoco. Ni un sólo demonio insistiendo con esa estupidez de dulce o truco. Cuánto habré viajado. En el salón al que eventualmente llegamos sí hay chicos disfrazados al azar, pero no se siente el terror de siempre, ningún tipo de escalofrío, nada. Hola, Tomi, qué buen disfraz, ¡I love it! Callate, idiota. No me hables como si fuera tarado. No. Lo pienso, no lo digo. Se da cuenta de que estoy distinto. Estás bien, Tomi, si, ¡re bien! Demasiado, sobreactuado, cómo odio ser un nene.
Hay un salón donde todas esas putas que deben ser profesoras comen, toman agua y charlan de sus sandeces, pero al fondo hay otro salón, uno gigante y oscuro, ambientado para la ocasión, y acá sí hay calabazas, esqueletos y cosas así. Un pelotero gigante, juegos, máquinas, todos corren y gritan como si no hubiera un mañana. Me causa gracia la ironía. A ver, a ver, quién se queda sin mañana. En un rincón, en el salón oscuro, una casita desentona. Tiene una puerta de plástico roja y paredes color crema. El techo es lila, las ventanas son rosas. Un poquito desubicada, pero igualmente perfecta. Entro en silencio, me oculto y saco el cuchillo. Quien entre habrá encontrado su destino, que lo decidan los Dioses, que empiece el año nuevo.
Hace milenios atrás, algún entrometido encontró la forma de encerrarnos en calabazas, engañarnos con velas, y entonces todos tomaron esa tradición en mis tierras. Creímos que sería una época, que la incredulidad ganaría terreno, que la gente se aburriría, pero lo reconozco, fuimos unos ingenuos. Para algunos, es una verdadera condena, es una tortura querer entrar en contacto con sus seres queridos y confundir sus almas con velas, y así por siempre, por años. Por siglos, por milenios. Pero encontramos finalmente la forma, fuimos asesinos de aquel lado, lo seguimos siendo de este otro lado. Encontramos tierras con otras culturas que reniegan de tradiciones ajenas y se vuelven ignorantes ante nuestra naturaleza. Se creen inmunes, los idiotas, y son los más vulnerables.
Pasaron unas buenas dos horas hasta que aquellas mujeres inútiles notaron el silencio y encontraron la masacre. Una se desmayó, la otra vomitó, otras apenas respiraban. Qué delicia. Sonreí una última vez, me reí una última vez, y abandoné el cuerpo del tal Tomi a su suerte. Me llevé su memoria, glorioso recuerdo. Lo último que recuerda es rojo. Un árbol con hojas rojas.
La Maga.
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